El valor del nazareno

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Aprovechando estos días de Cuaresma, debo decir que no son pocas las ocasiones en las que he escuchado animar a un hombre de trono, reconocerle su labor o engrandecerle su trabajo. Nada nuevo hasta el momento.

Pero señores, yo soy nazarena. Y lo soy porque así me lo inculcaron. Y no solo yo. Nazareno es quien alumbra el camino a sus Sagrados Titulares, quien toca una campana o te coge del guante cuando la capilla de calle Agua parece irse cada vez más lejos. Nazareno es quien te coloca la capa o te cuadra el escapulario, quien se pelea con la faraona o quien termina su recorrido en la Merced a regañadientes porque sus padres deben trabajar al día siguiente, es quien se coloca detrás de su Cristo o su Bendita Madre siguiendo sus pasos o quien reconoce a su hermano por mucho capirote puesto que lleve.

En definitiva, nazareno es quien manifiesta su Fe de la manera más inexpresiva posible: ocultando su identidad. Porque no le hace falta ser visto ni reconocido. Ser nazareno te hace creer, aunque sea por un día, en esa divina igualdad de la que tanto hablamos. Porque ahí sí, ahí no hay distinción de edades, de sexo ni de tallas. Ahí todos somos nazarenos.

Tú sabes lo que pica el capirote, lo asfixiante que puede ser estar con la cara tapada o lo incómodo que resulta llevar el bastón cuando tienes que hacer treinta cosas más. Pero, nazareno, también sabes que al llegar a la casa de hermandad y quitarte el capirote has cumplido tu labor. Tu campo de visión se amplía y tú agradeces haber pasado otra estación de penitencia junto a todos los que comparten contigo un año entero de trabajo. Y, al encerrarlos, solo deseas acompañarlos toda la vida. Y que no falte ni una sola vela que los alumbre.

Todo eso, señores, es ser nazareno. Y ojalá por muchos años más.

Elena Recio Luque, nazarena del Rescate.

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